Por Rolando Lopez Ramirez
En una democracia auténtica, el voto es libre, individual y consciente. Es el derecho —y el deber— de cada ciudadano de pensar por sí mismo, informarse y decidir en las urnas quién debe representarlo. Pero cuando una organización religiosa como La Luz del Mundo promueve abiertamente el voto en bloque para colocar a sus fieles en cargos públicos, lo que se pretende ya no es representación democrática, sino imposición teocrática.
No estamos hablando de personas creyentes que, desde su espiritualidad, participan en la vida pública —eso es legítimo y hasta necesario—. Estamos hablando de una estructura religiosa jerárquica, con historial polémico y prácticas sectarias, que busca utilizar su influencia sobre los feligreses para convertirlos en masa electoral obediente. La consigna es clara: votar como se les dice, por quienes se les indica, y para fines que beneficien a su grupo.
Esto representa un serio riesgo para el equilibrio democrático. No sólo por la manipulación de conciencias desde los altares, sino porque la finalidad última no es el bien común, sino el poder político disfrazado de espiritualidad. El mismo poder que luego puede traducirse en privilegios, contratos, impunidad o incluso reformas hechas a la medida de intereses particulares.
México ha pagado caro cuando la religión se mezcla con la política. Por eso la laicidad del Estado no es una moda ni una postura ideológica: es un principio que garantiza que todos —creyentes o no— podamos convivir en paz, sin que un credo imponga su visión del mundo al resto.
La Luz del Mundo tiene derecho a existir, a predicar, a organizarse… pero no tiene derecho a cooptar la democracia. El voto debe ser libre, no dirigido desde un púlpito. Y si el poder se busca bajo sotana o en nombre de lo divino, lo que se avecina no es una elección: es una cruzada.
